Miramos al suelo, y la hierba está dispersa en el barro.
Algunas flores machacadas, de pétalos rotos, hasta llegar a los pies de la
elevación. Dos troncos gruesos, altos, irrumpen en la armónica conversación que
mantienen las nubes; parecen estáticos reinos de azúcar que miran con lástima a
los idiotas de aquí. Las hojas no se mueven. Parecen querer decir algo con su
hieratismo. Han adquirido en estos meses el pálido de las pobres almas de los
perros que han sido enterrados allí; entre sus raíces… Las lluvias no han
podido devolverles color; todo ha ido a parar a las amapolas, pequeñas gotitas
que forman en el horizonte un extenso río de sangre. Fijémonos: parece que en
ese campo los campesinos descansan bajo el frío. Más cercano a nosotros está el oscuro bosque,
donde la sombra de olvidados alcornoques, de encinas centenarias, siguen
guardando el silencio desde el incendio del 2005. Aún las pésimas hierbas
continúan llorando por salir de la tierra quemada y negra. Firmes como promesas
de guerra se yerguen los troncos retorcidos, enmohecidos y carbonizados. Ni las
aves se atreven a planear sobre esta extensión de rencor y furia. Si puedes
recordarlo, podremos oír cómo hicimos crujir las ramitas al adentrarnos en los
primeros follajes. Las bellotas cayeron como insultos sobre nuestras cabezas,
casi melancólicamente, y nos hicimos cortes con los quejumbrosos cardos. ¿No lo
recuerdas? Recibimos legiones de pulgas y garrapatas en el pelo, y salimos
huyendo despavoridos, parándonos a tomar aliento donde ahora posamos la mirada.
Sí, la garriga: cientos de matorrales extendidos a lo largo de la tierra donde
los caballos pastan, y los huesos de alguno encuentran cobijo. No hay más que
pardos; colores pardos y verdes intransigentes a los veranos de calor, parecida
al esparto. Las serpientes se aparean y mudan sus pieles ante los cielos claros
de agosto; en ese sitio el frío forma remolinos de hojas de afeitar, que cortan
malévolamente nuestras narices en el invierno. Será por eso que he visto tantas
manchas de sangre entre el musgo de las rocas sobresalientes. Ahora llegamos
donde empezamos: miramos nuestros pies con desasosiego: la lluvia tiene este
tipo de efectos secundarios. Acercamos las narices al barro, y vemos alúas
volando a baja altura y gusanos y mariposas con las alas de terciopelo
encharcadas. Como dijimos, en la elevación desaparece todo rastro de vida, para
dejar sitio a una mole de piedra que hace sus veces de basurero, aun tratándose
de un pozo. Nos asomamos lentamente, y, al fondo (muy al fondo) vemos nuestro
reflejo en el agua turbia (pues no hace mucho que sobre Archidona cayó la
última gota). Y ahora, shh… Guardamos silencio. Sepulcral: como si pudiésemos
oír el grito de todas las cosas que van a morir, como dijo Von Trier. No, no es
eso; el agua cae con pesado anhelo reprimido de libertad en las aguas
contaminadas, deslizándose por entre las tupidas piedras. El moho se ha hecho con
las piedras de la oscuridad, donde los ciempiés corroen los últimos restos de
hermosura en medio del aire nauseabundo. El frío nos hace delirar, junto con la
observación de una de las piedras del pozo. Vemos la vida fluir por las
grietas, replegándose en primarios y bastos contornos, eliminando suaves
matices. Parece que la naturaleza desea volver a lo sustancial, y lo hace a
través de movimientos espasmódicos, a costa de la poca belleza que los idiotas
pueden observar. Verdaderamente bello es esta falta de belleza, que se extiende
como un latigazo sordo a través de un pasillo desierto, hasta los confines del
vacío del pozo…
Rafael Garrido Rodríguez 3º A
IES Luis Barahona de Soto. Archidona. Málaga.
Foto: Isidoro Otero.
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